23:12 de un día cualquiera. Mi perro está aullando como un energúmeno, me he pasado 12 minutos de su hora reglamentaria para la bajada nocturna. No perdona. Con sus 20 kilos de peso, puro músculo, el hecho de que esté saltando sobre mí en el sofá se me hace realmente incómodo. Especialmente por su habilidad para incidir en las partes sensibles de la anatomía humana. Cuando quiere algo, lo consigue, es muy convincente. Luchando contra el sopor, me pongo las zapatillas, busco las llaves, cojo la correa y me dirijo a la puerta. Me sigue contento, sabe que va a poder leer el periódico que suponen los orines de otros congéneres en las paredes, farolas, y neumáticos de coches aparcados en la acera. Abro la puerta del rellano, llamo al ascensor. Se abren las puertas de seguridad, entramos. Se mira en el espejo, no sabe que es él, pero como la imagen no huele, no le presta atención. Ya en la calle, hace el repaso diario. La primera esquina, la palmera, el césped del jardín. A lo lejos divisa un perro antes que yo. Junto a él, pasea tranquilo su dueño. Tira insistentemente para que vayamos a visitarlos. Nada más acercarnos, el ser humano de la pareja exclama, ¡qué grande se ha hecho! Por cortesía le pregunto, ¿qué tiempo tiene la tuya? Me contesta que si no me acuerdo de él, que ya habíamos coincidido en otra ocasión. Mientras, el viento cálido que pronostica el verano me golpea suavemente en la cara. Percibo el olor del césped húmedo, y del resto de árboles a nuestro alrededor. Le respondo que ya caigo, aunque no es cierto. La calle está desierta. Pronto comienza una animada conversación acerca de perros, etología; una conversación de anónimo a anónimo, con nuestros cánidos como pretexto. Los perros son agentes sociabilizadores en toda regla. Tras veinte minutos aproximadamente de paseo en la noche, me despido de mi nuevo amigo que me acompaña hasta el portal. He sido simpático y amable, él se va como si tal cosa, le parece lo más habitual del mundo. Subo por las escaleras en un vano intento de cansar a mi compañero cuadrúpedo. Le quito la correa, sube a toda velocidad, dando traspiés de vez en cuando. Las escaleras están pensadas para bípedos, pienso. Abro la puerta de casa y dejo que entre corriendo a beber. Dejo la correa y salgo de nuevo, voy a tomar algo. Llamo esta vez al ascensor, y al abrirse, descubro que viene con sorpresa. Un vecino. Entro, saludo correctamente, buenas noches, buenas noches me responde. Me acomodo lo mejor que puedo a un lado del pequeño habitáculo, cuya pared frontal es un espejo. El tiempo comienza a transcurrir a cámara lenta, casi puedo oír la melodía distorsionada de un vinilo cuando pierde fuelle. Trato de forma inconsciente de respirar de la forma menos sonora posible, así como de no moverme lo más mínimo. Mi acompañante mira inquieto el techo, como si esperase encontrar algo distinto en él esta vez. Del piso tercero al segundo cambio mi técnica, trato de parecer despreocupado, me toco los bolsillos como para comprobar que llevo todo, miro el móvil. Una fuerza irresistible me impele a mirarle a la cara, pero por otra parte pienso que es lo último que debo hacer. La teoría de la relatividad de Einstein cobra todo el sentido para mí, el tiempo es traicionero y no transcurre siempre igual. Dudo que Einstein lo explicase así, pero en este momento me da absolutamente igual. Veo por el cristal de la puerta que ya se acerca el primer piso. Mi acompañante está rígido, tenso, creo que está empleando la misma artimaña shaolín que yo para controlar la respiración. Los segundos duran el triple en esta caja con poleas. Al fin oímos el timbre que indica que hemos llegado. Esperamos pacientes a que se abran las puertas. Me falta salir boqueando, como entré el último, salgo el primero. Al fin el refrán se hace cierto. El ascensor tiene la capacidad de mejorar mi entendimiento. Avanzo hacia la puerta de la calle con la clásica duda acerca de en qué momento tengo que despedirme de él. Opto por decirle hasta luego cuando la abro. No quiero mirar hacia atrás del todo, ladeo la cabeza levemente para acompañar mi despedida. Cogemos caminos contrarios, no quiero volver a verle nunca.
Dos maneras opuestas de vivir la comunicación humana en una misma noche, en un mismo barrio. Con tan solo un perro de diferencia.
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