Elipsis – A Sergio Loo, Marco Fonz y al resto de compañeros poetas fallecidos en enero

Marco Fonz Poeta
Marco Fonz en Chiapas / Foto de Raúl Vera

Tienen los poetas algo de ausencia viva que prevalece cuando se marchan, lo tienen cuando acuden a un bar a un encuentro con compatriotas en el extranjero como el único día que vi a Sergio Loo. Lo tienen cuando bajan a la calle a comprar el pan. Lo tienen en sus legados físicos y virtuales que quedan palpitando con sangre de los otros que les leyeron cuando un mes -el primero del año- se ceba con ellos y los arrastra más allá del treinta y uno. Enero ha querido ser la última línea de seis poetas.

El catorce de enero se despedía Juan Gelman. Dijo en una entrevista en abril del año pasado publicada en El País que no creía que llegase a los cien años,que no desdeñaba la vida, que Dios, si existe, debe estar aburridísimo de su eternidad. Juan Gelman sabía de existir todo lo que puede saber alguien que ha conocido de cerca la desaparición y el exilio, la pérdida y el reencuentro. A las cuatro y media se marchaba el poeta en Ciudad de México. Ganó el Cervantes, ganó el Premio Nacional de Poesía argentino, pero ganó sobre todo una nieta, Macarena, que le fue arrebatada en una época terrible cuyas secuelas nunca terminaron para él, la hija de su hijo Marcelo Ariel y de su nuera Claudia, asesinados con veinte años en dos campos de exterminio en Buenos Aires. Crió a Macarena un policía uruguayo antes de que llegase a Gelman.

Contaba todo esto Pacheco, José Emilio Pacheco, para el semanario Proceso. Homenajeaba de esta manera a su vecino y colega, ese al que mencionó al recoger el Premio Cervantes en 2010: ni siquiera soy uno de los mejores [poetas latinoamericanos] de mi barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan Gelman? Pacheco siempre mantuvo las distancias con lo solemne; él era más un hombre de la calle, de una de esas calles de una patria a la que no amaba como dejó recogido en su poema Alta Traición. Entonces Pacheco, tras escribir sobre Gelman, se fue también, un veintiséis de enero, de este enero de la elipsis.

De una forma más discreta decide irse Marco Fonz, poeta mexicano que encontró su salida en Viña del Mar, Chile. Antes de suicidarse, dejó como último testimonio una entrada en su perfil de Facebook, el mismo día veintidós de enero: Que al final estoy tan solo como un verso. Fonz escribió también, desde un profundo interior que tal vez ya hacía las maletas: Ya no cuentan los hombres que se vuelan la cabeza / y de extrañarme me extraña todo / el ahorcado que se cuelga de la noche / la loca que muere congelada / el abrigo flotando en el río sin Virginia / de extrañarme me extraña todo / menos el odio que siento y la pena que siento / por los que nos dejan morir sin hacer nada / sin detener el veneno ni la soga ni la navaja. Querido Fonz, no sé si servirá de algo, pero los que se quedan te recuerdan y quién sabe si harán un himno de aquella canción que colgaste también, esa que reza ‘yo me iré a morir a los desiertos’, canto desgarrador del norte de México.

Un día después de la muerte de Pacheco, Sergio Loo, joven poeta también mexicano, nacido en el Distrito Federal, fallece víctima de una enfermedad que ya venía atacándole tres años durante los cuales quiso dejarla a un lado y seguir escribiendo maravillas como aquello de Sus brazos labios en mi boca rodando, título de una de sus obras e imagen de una belleza tan poderosa como su media sonrisa en un fotografía que encontré publicada. Coincidí con Loo una vez en Valencia a propósito de un encuentro en la Universidad, Mexjoven. Me lo presentó un buen amigo poeta y editor, mexicano también, Iván Vergara, quien me posibilitó la experiencia que supuso recoger en coche al poeta Orlando Guillén, y conversar con él mientras nos fumábamos un cigarro en la puerta del ya extinto El Dorado, uno de los últimos reductos de la poesía en esta ciudad. Recuerdo el silencio de Guillén y su grave desencanto, y también que en una pausa para respirar noche en el exterior me habló de mujeres y me dirigió la palabra por primera vez en ese instante. Me miró a los ojos y mencionó algo sobre la juventud y se deslizó con cuidado de nuevo al interior dejándome allá fuera con un cigarro a medio terminar consumiéndose entre los dedos. Conocí a Loo, puedo decirlo, al que recuerdo ahora escuchando atento al maestro Guillén una noche que por entonces fue una noche íntima y hoy una instantánea que trataré de retener intacta todo lo que me permita mi memoria.

Sergio Loo
Sergio Loo

Cuando parecía que el mes de enero comenzaba a desprenderse del calendario, a caer con una cadencia elegíaca hasta dejar paso a un febrero más amable, Fernando Ortiz, poeta sevillano, crítico y articulista de distintos medios del país, abandonaba esta tierra a causa de un paro cardíaco. Ortiz mencionó en algún momento que la poesía es, sobre todo, una cuestión de tiempo. Fue el tiempo el que se llevó también a Félix Grande, además de poeta, narrador, ensayista y flamencólogo. Ese tiempo o la falta de él que viene de la mano de un cáncer letal; Grande ha muerto hoy mientras yo redactaba esta historia de seis historias. Del árbol de los tiempos nos hemos desprendido, como él mismo dejó escrito. Félix el hombre silencioso, de palabras justas y sabias, de mirada tibetana, como me contaba un amigo que lo conoció.

Todavía queda un día para que termine este mes que nos recuerda que los poetas se diluyen pero su obra queda, que han tenido voz para que les escuchásemos y leyésemos, que son carne y son una rareza y son también una ausencia viva que algún día se completará. Lean a los poetas, préstenles atención, no importa si vivos o muertos. Sus líneas sobreviven.

Valencia, 30 de enero.

Publicado por Eduardo Almiñana

Escritor y terrícola.

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