Pocos libros me han marcado tanto como Drácula, de Bram Stoker. Pese a que Sheridan Le Fanu se le adelantó, con su obra Carmilla, antecesora en la mitología vampírica, y pese a que las historias sobre estos seres ya existían en las leyendas populares de países repartidos por todo el mundo; el libro de Stoker fue un antes y un después en lo que a estas criaturas de las tinieblas se refiere. Drácula fue la primera novela no juvenil que leí, a los once años, en unas vacaciones en el pueblo en que me rompí la muñeca e hice polvo la biblioteca municipal. Por aquella época pensaba que era una historia de terror, pero al terminar de leerla comprendí que estaba muy equivocado, es un relato de amor, o mejor dicho, de amor imposible. Posteriormente pude ver la versión cinematográfica de Coppola, que es a día de hoy una de mis películas de referencia. Si la habéis visto, coincidiréis conmigo en que en ocasiones uno tiene la sensación de estar en el teatro, ya que Coppola prescinde del realismo por la teatralidad, como al principio del film, uno de los mejores arranques de la historia del cine.
La leyenda de Vlad Tepes, el noble sanguinario príncipe de Valaquia (hoy sur de Rumanía), tiene lazos con la Casa Bathory, de la nobleza transilvana, a la que pertenecía la también oscura Erzsébet, la Condesa Sangrienta, implicada en una serie de asesinatos en los que las víctimas, mujeres jóvenes, eran desangradas con el fin de otorgar a la condesa la eterna juventud. Ambos personajes siempre han formado parte de mi imaginario sobrenatural, al menos sus alter egos legendarios. Por eso, cuando me enteré de que se iba a representar Drácula en el Teatro Principal, coreografíada por Ramón Oller y ejecutada por el Ballet de Teatres de la Generalitat, no dudé en ir al estreno.
En este caso, la compañía interpreta la leyenda del vampiro más famoso de todos los tiempos asociándola a la condesa mencionada anteriormente, en una historia en la que el nosferatu, cae rendido ante la imponente presencia de una Bathory vestida de blanco (llevada a cabo de forma impecable por Fátima Sanles), en contraposición al resto de personajes nocturnos, una paradoja cromática ya que si hay un personaje terrible y maligno es ella misma. Todo esto ocurre bajo la mirada de Helena, la compañera sentimental para la eternidad de Drácula, interpretada por una espectacular Diana Huertas (en la foto a continuación), que es sin duda el epicentro de todo el dramatismo y fuerza que desarrolla la pieza, que dura una hora. Mención especial para la bailarina, que con su trabajo y talento consigue que todo gire a su alrededor. Su personaje es el protagonista indiscutible, una delicada y enérgica princesa de las tinieblas que no podrá soportar los vaivenes amorosos del conde (Gustavo Muñiz), y no quiero caer en ningún spoiler. A destacar también el comienzo de la obra, con una escenografía sencilla pero ultra-efectiva realizada mediante proyecciones, muy muy lograda, de veras. La música, de Michael Gordon, Karl Jenkins, Zbigniew Preisner, y Dmitri Shostakóvich; es uno de los factores clave para crear esa burbuja de irrealidad a la que llamamos atmósfera, y que en este caso nos catapulta hasta los bosques más perversos de Transilvania.
Si bien el conjunto es sólido, me hubiese gustado encontrar algunos detalles más arriesgados en la coreografía. Los movimientos de los vampiros (al menos en mi imaginación) tienden a ser antinaturales: desplazamientos hacia atrás, gestos casi animales, flexiones y torsiones del cuerpo contranatura. En la composición de Oller hay grandes momentos, como la irrupción de Helena con los brazos extendidos, levantada por dos participantes de su séquito; o la pelea a muerte entre dos acompañantes que acaban uniéndose a otros en una amalgama de brazos y piernas, que es ciertamente un ejemplo de a lo que me refiero. Lo dije en un anterior post y lo repito, no soy un gran entendido en danza, estas son mis impresiones como espectador. Otro punto a cuidar es el hecho de que los técnicos eran visibles durante demasiado tiempo, ya que la sombra no les cubría.
Al margen de esto, reitero en lo esencial del papel de Diana Huertas, un foco de oscuridad pero a la vez de pasiones humanas comunes a todos los mortales e inmortales. No quiero olvidarme de comentar lo mucho que me gustó la proyección de los ojos del conde, de la misma manera que aparecía en la película de Coppola en distintas ocasiones. Un factor escenográfico muy potente, que envuelve todo el escenario, de la misma manera que la tela o gasa negra que en un momento cubre a los bailarines, permitiéndoles retirarse envueltos en una niebla negra y etérea, alma máter de su estirpe y sinónimo de miedo y confusión para sus víctimas. Me habría gustado que durase más, que durase una eternidad. No dejaba de recordar aquello de he cruzado océanos de tiempo para encontrarte, que le susurra Gary Oldman a Winona Ryder en la película. Un trabajo muy recomendable, con un mensaje universal. Quienes todavía no conozcan la historia, este es un buen momento para captar su esencia, en el Teatro Principal hasta este domingo 13 de noviembre.
Bonus tracks:
Deja una respuesta