Café Tertulia

El gemido agónico de unas bisagras terminales anuncia nuestra llegada. El camarero, un tipo sin muchas ganas de estar en ninguna parte, levanta las cejas a modo de pregunta. Queremos un cortado y una manzanilla. Hoy no me encuentro demasiado bien del estómago, le comento a mi compañero. Un individuo desde la barra nos lanza una mirada de soslayo, no parecemos preocuparle demasiado. Junto al cristal que da a la calle, hoy del color de los días anodinos, una pareja habla en voz baja acerca de algo que les ocurrió ayer. Subimos las escaleras, aún es pronto. Al llegar al primer piso, elegimos una mesa situada en una esquina, aquí estaremos cómodos. Dejamos chaquetas y mochilas, sacamos lo que llevamos en los bolsillos, llaves, cartera, un paquete de tabaco y poco más.
¿Cómo es?
Especial, aunque suene tópico. Un tipo entrañable, y/pero especial.
El camarero sube, yo extraigo mientras el manuscrito de una mochila de ante, una reproducción de la que llevaban en su momento los carteros estadounidenses, que alguien le regaló a mi padre. Garabateado en la portada, una dedicatoria personal, de las que ya no suelen leerse.
Aquí tenéis.
La manzanilla humea, y el café eclipsa su olor. El camarero baja despacio las escaleras con la bandeja bajo la axila, apoyándose en la barandilla. Miro el reloj, saco las gafas, hago un repaso de última hora del libro del que vamos a hablar.
Las bisagras gimen de nuevo pidiendo auxilio, él mira al frente, luego hacia arriba, y nos ve. Su manera de entrar en el local le delata. Ha entrado en muchos a lo largo de su vida. Sube las escaleras, yo trato de adoptar la postura que a mi entender un editor debe ofrecer. No lo consigo. Se sienta, sus ojos nos analizan durante unos segundos. Nos tiende la mano a ambos, de manera un tanto más efusiva, pero moderada a mi amigo, ellos ya son viejos conocidos.  Comentamos un par de asuntos sin importancia, qué difícil es aparcar aquí, desde luego, el barrio está imposible. Él pregunta, ¿entramos en materia? Sí, será mejor, pienso, mientras se me resbala un bolígrafo de las manos que acaba cayendo de forma torpe al suelo.
Despliego mi crítica, mis observaciones, las anotaciones que había hecho mientras lo leía con un rotulador verde. Me observa desde su rostro enjuto, su postura hace ver que aguarda pacientemente a que termine. Un derroche de medios para quien tiene mucho que contar y la necesidad imperiosa de hablar. Termino, es su turno ahora. Hablamos de los pormenores de la relación contractual, del futuro de la obra, su difusión, su promoción. Me dice que le gustan las editoriales independientes, cosa que celebro. Hablamos de Carver, de Burroughs, de Kerouac y de Wilco. De Álix, de Cormac McCarthy, de los Stones. La persona que tengo sentada frente a mí, que habla de algo y a la vez piensa en otra cosa se define como un melómano. Me habla de su interés en publicar el libro, Gas Ciudad. Un nombre perfecto. Es exigente pero comprensivo, profesional, pero agradecido. Establecemos el plan a seguir, apunta algo en una pequeña libreta verde que guarda en su chaqueta negra. Juguetea con la braga verde que lleva al cuello. No sé qué edad debe tener, tal vez ronde la cincuentena. Tal vez más. Apura una botella de agua mineral y me comenta que tiene en mente otro proyecto, un libro extraído de material de sus bitácoras, que rellenó, y probablemente sigue rellenando, desde hace años. Pero esto es ya otra historia. Se levanta como impulsado por un resorte, mira a ambos lados, la cabeza apuntando 45º desde la vertical. Se despide de forma escueta y se marcha. Lo vemos bajar por las escaleras apresuradamente y desaparecer por la puerta. Es un escritor al que admiro desde hace tiempo. Se llama Abelardo Muñoz. Un nombre que una vez aprendido resulta imposible olvidar.


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