Yo asalté la casa de Chema Barraca

Escribo este post a modo de confesión, con el fin de aclarar los hechos que acontecieron el 6 de enero de este incipiente 2012, año (espero) en el que devendrá el fin del mundo. No puedo ocultarlo por más tiempo, yo soy el culpable. Yo, que estuve de buena mañana en su hogar a causa de unos regalos que olvidé el día anterior entre tés y lo que no son tés. Yo asalté la casa de Chema Barraca; o mejor dicho, la casa me asaltó a mí.

Todo comenzó semanas atrás. Mi relación con legítimo dueño del piso en cuestión se había estrechado más y más, comencé a frecuentar su casa por el puro placer de la buena conversación: disertábamos acerca de los puntos en que flaqueaban las teorías de Kurzweil, escuchábamos conciertos de Tchaikovsky, fumábamos en pipa y recitábamos poemas de Lord Byron al calor de un fuego de leña. Esa clase de cosas que se hacen con un amigo, divertimentos sin malicia alguna, entretenimientos para elevar el espíritu. Chema me hablaba de sus múltiples viajes alrededor del globo, de los últimos prodigios de la ciencia que había conocido en tierras lejanas, de la gente que había conocido en los lugares más recónditos de la Argentina; de cómo sobrevivir al furioso México; de los mejores locales de jazz en Estados Unidos; de extraños pasatiempos fuera de toda lógica en los confines de Asia. Su casa era diáfana, abierta, sin ostentación -debo decir que mi amigo es un tipo humilde, un cowboy (en el mejor sentido de la palabra) urbanita-.

De todas las fantásticas historias que me contó, hubo una que me impresionó profundamente, y me impulsó a cometer la traición que relataré a continuación. Chema poseía una kipá particular, un pequeño círculo de tela de colores que le ganó en una taberna de Jerusalén a un rabino borracho aficionado a los pulsos. Tras varias rondas en que mi amigo había ido desplumando sin compasión al pobre hombre, a este solo le quedaba su vestimenta, e incluso esta había sido mermada. Le dio a escoger la prenda que prefiriese, y él eligió la kipá. El rabino se resistió, diciéndole que no era posible, pero un par de botellas más de bourbon consiguieron que accediese, perdiéndola de inmediato. En aquel momento, no pensó que el minúsculo gorro pudiese tener nada de especial, pero fue ya de vuelta en casa cuando comprobó que cuando se lo ponía ocurrían todo tipo de cosas extraordinarias. Para empezar, en el mismo instante en que se lo colocaba, se veía imbuido de un flow sin límites, en ese momento, su vida se convertía en un freestyle absoluto. Su percepción y su sentido del ritmo se amplificaban hasta rozar lo inexplicable, de tal manera, que salir de fiesta con él se convertía en la mejor experiencia que uno podía vivir. La gente quedaba sobrecogida en los bares cuando se lanzaba a bailar cual MC Hammer o a lo Vanilla Ice, o corrían a la calle para escucharle improvisar los mejores versos en medio de un corro de admiradores. Con esa kipá nada podía detenerle, era capaz de provocar úlceras a causa de las carcajadas que provocaban sus chistes, de seducir a cualquier ser vivo con el que se cruzase y desease aparearse. Me confesó que en ocasiones llegaba a sentir miedo, como por ejemplo, una noche en la que tuvo que salir corriendo de Radio City, superado por la legión de fans que le requerían para todo tipo de oscuros propósitos. No puedo describir con palabras la fascinación que me produjo este objeto maldito, del que nadie conocía su origen. Por ello, no tuve más remedio que ocultarme tras unos contenedores y esperar a verlo marchar de viaje, para después subir y reventar la cerradura de su casa con una palanca con el fin de robárselo.

Sé que esto sonará mezquino y miserable, pero no pude resistirme. La kipá ejercía una atracción diabólica sobre mí. No estaba en mis cabales. Como decía, el modus operandi fue sencillo, mi amigo no vivía con miedo, por tanto, su casa no disponía de ningún tipo de medida de seguridad especial. La madera del marco saltó con facilidad, la única precaución que tomé fue llevarme un radiocassette muy vintage en el que puse a todo volumen una de sus canciones favoritas, Jozin z Bazin, para evitar que algún vecino fisgón pudiese acabar con mi plan. Una vez forzada la entrada, abrí la puerta con cuidado y me deslicé dentro con sigilo. El piso se mostraba silencioso y cauto, como si estuviese vivo y prevenido de mis intenciones. Pronto noté algo que nunca había notado, una extraña presencia que emanaba de las paredes, un halo de peligro y oscuridad que se contraponía al aspecto amable y acogedor que presentaba habitualmente. Al principio busqué con cuidado, pero la impaciencia me pudo y acabé haciendo volar por los aires todo lo que se interponía entre la kipá y yo. La casa no era grande, y en seguida finalicé mi búsqueda sin encontrar nada relevante. Preso de la desesperación, golpeé los electrodomésticos, grité y destrocé todo tipo de elementos decorativos. Por último, cogí la nevera por un lado y la tiré al suelo exasperado, y ahí comenzó mi pesadilla, en el mismo instante en que reparé en la pequeña trampilla que había permanecido oculta detrás.

De alguna manera, había una estancia más en la casa. En realidad, no era una estancia sin más, era una escalera de caracol por la que descendí que bajaba los tres pisos de la finca y seguía bajando a una profundidad asombrosa, hasta llegar a una serie de galerías subterráneas. Entendí que ese debía ser el lugar en que escondía la kipá, ya que contrariamente a su piso, estas galerías estaban abarrotadas de trofeos probablemente obtenidos en sus viajes. El ansia acalló mi instinto de supervivencia, y me impelió a adentrarme más y más en ese museo privado y maligno. Colgados allá abajo, pude ver un violín Stradivarius; pinturas de grandes maestros repletas de simbología masona y reptiliana, obras que desde luego nadie podía conocer y por tanto no aparecían en los libros de texto; pieles de animales que jamás había visto, de colores y texturas inverosímiles, acaso de algún fílum desconocido y extinto; armas que eran auténticas reliquias, como un Kalashnikov en el que se podían ver grabadas las iniciales E.G., junto a la inscripción hasta la victoria siempre; unos clavos austeros y toscos en una vitrina de gran tamaño, en los que intenté no reparar demasiado por temor a lo que pudiese descubrir; una foto tomada a distancia de un anciano en una playa paradisíaca con un aspecto excesivamente similar a Adolf Hitler; una fórmula imposible derivada de la teoría de la relatividad firmada por Einstein, en la que ponía fusión nuclear; una cinta de video clasificada como Despacho Oval XXX: B.C. & M.L.; un guión titulado Star Wars: VII, VIII and IX, al lado de una foto de mi amigo con George Lucas en el rancho Skywalker en medio de una extraña orgía en la que los participantes vestían caracterizados de wookies… En definitiva, aquello era probablemente la colección más importante y extraña que existiese en todo el planeta, y la estaba pudiendo contemplar con mis propios ojos. Seguí el recorrido del pasadizo durante un lapso de tiempo indefinido, hasta que tras un recodo, me encontré con una puerta desvencijada a través de la cual se filtraba una potente luz blanca por el quicio. Bajo ella, un felpudo oldie con el mensaje Home, sweet home. La puerta estaba trabada con un montón de tablas llenas de clavos colocadas de cualquier manera, pero aparentemente resistentes. Cuando me acerqué a ella, escuché un murmullo. Pegué la oreja a la madera y noté como poco a poco aumentaba el volumen de un ruido que no lograba identificar. El rumor se transformó en un sonido similar al de las olas cuando se aproximan a la orilla, fue creciendo y creciendo hasta que empecé a distinguir voces y palabras en medio del torbellino, que se hicieron completamente audibles y nítidas cuando quienes las proyectaban se abalanzaron contra la puerta que crujió pero afortunadamente no cedió. Completamente aterrorizado, caí de espaldas, viendo como aquella gente trataba de entrar (¿o salir?) de un lugar que no correspondía con el subsuelo de la ciudad, a juzgar por la luz no artificial y los olores que se desprendían de las grietas.

¡Vuelve! ¡Este es tu hogar!, Vuelve con nosotros a tu casa, ¡ellos no son de los tuyos! ¡Tu lugar está aquí con tu padre! ¡Vuelve al Edén!

Las voces no cesaban, seguían junto a la puerta, eran cada vez más, y se aglomeraban al otro lado. Eché a correr a causa del pánico, alejándome todo lo que podía de aquel lugar. Corrí y corrí hasta llegar de nuevo a la escalera, perdí la noción del tiempo tal y como había perdido la de la realidad. Subí a grandes zancadas sintiendo en todo momento que algo corría tras de mí, crucé la abertura, cerré la trampilla y coloqué la nevera. Me apoyé contra ella de espaldas, respirando con dificultad, haciéndome todo tipo de preguntas. ¿Dónde había estado? ¿Quién era realmente mi amigo? ¿Quién era aquella gente? ¿Qué querían de él? No había encontrado la kipá, pero ya no me importaba, solo deseaba salir a toda prisa del piso. Para que nadie me reconociese, cogí su gorra-mapache, me subí el cuello de la chaqueta hasta la nariz y huí a toda velocidad, cruzándome en el rellano con un tipo semidesnudo con alzacuellos y tanga al que empujé, haciéndole caer rodando hasta el piso de abajo. Salí a la carrera del portal, internándome en las callejuelas del barrio, tratando de hacerme invisible entre el cemento anónimo de las calles de la ciudad.

Cuando llegué a mi casa, me juré olvidar todo lo que había visto, ahogando el recuerdo en alcohol durante largos días de shock. Ya han pasado casi veinte días desde estos sucesos, en los que tratado de actuar con normalidad con mi amigo. Incluso he estado en su casa de nuevo, sobreponiéndome al fuerte impacto que me produce penetrar de nuevo en esa cueva de perversión. La policía acudió, pero no encontró nada que pudiese incriminarme, así que probablemente este sea un caso cerrado más de asalto a un hogar que pasa desapercibido entre montañas de informes. Chema se ha convertido en un desconocido para mí. Actúa como si no ocultase un enigma espantoso detrás de la nevera. Es el de siempre, pero, ¿quién ha sido siempre? ¿Es real la leyenda del rabino borracho o solo una invención para ocultar la realidad tras la kipá? ¿De qué es capaz, hasta dónde llega su poder? ¿Se le puede destruir? Evidentemente he elaborado mis teorías al respecto, y creo estar cerca de la verdad. Ahora entiendo algunas cosas, como la ilustración en la que aparece de pie sobre el globo terráqueo, que muestra sin pudor en su blog. La estrategia que estoy llevando a cabo es seguir relacionándome con él, con el fin de avanzar en mi conocimiento sobre su naturaleza y sus propósitos. Seguiré escribiendo aquí acerca de lo que vaya descubriendo sobre este ser, y haré lo que tenga que hacer llegado el caso. Nada me impedirá desenmascarar al monstruo que responde al nombre de Chema Barraca.

Chemita's world & Edu reptil

*Ilustración de Eva Delas*

Bonus:

Banda sonora del post:


Comentarios

2 respuestas a «Yo asalté la casa de Chema Barraca»

  1. Avatar de elDeLosHuevosColgando
    elDeLosHuevosColgando

    JAJAJAJA BRUTAL CHAVALES

  2. Sr Reptil, te abrí mi casa, como el que abre una lata de Mejillones. No hay marcha atras, la venganza se sirve en TupperWare!!

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