Sumergida

Llego casi corriendo, se me ha hecho tarde. Detesto ser impuntual pero no he tenido más remedio. Echo un vistazo al exterior, unas chicas ocupan una mesa. Toman unos cafés y hablan de algo relacionado con una persona ausente. Abro la puerta, intentando no perturbar demasiado el ambiente del interior. Saludo a la dueña del local, que está tras la barra. Se escucha un silencio sepulcral, sólo roto por la voz inconfundible de la persona que he venido a ver. Al fondo del pasillo del bar, una poeta recita, habla, pinta historias acerca de su familia, de sus sentimientos más sinceros, de los que nos hace partícipes. Cuenta que este último poema lo escribió desde la rabia; ríe y habla de su pasión por la cerveza. En este santuario hay caras conocidas, y hay también un nombre que esconde un concepto. La gente admira lo que oye y ve, pero no es del todo consciente de lo que ocurre. Ella es de las que ya no quedan, y ha venido con toda su humanidad, su cercanía, su sonrisa superviviente. Toda una maleta que carga a sus espaldas, y que desplaza consigo allá a donde va. Pienso, joder, me encanta verla aunque sea un segundo. Me tranquiliza, me devuelve la confianza. Este es el efecto al menos que produce en mí. Cuando termina la gente pide un bis, y aplaude de nuevo. Luego, tranquilamente, se aparta del púlpito invisible y desciende a la tierra de nuevo, charla con uno, con otro. Y luego, tras un minuto que se me hace demasiado largo, conmigo. Ha venido a sacar a la luz un nombre de mujer sumergida.

El alma disponible.


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