Mucho miedo. Eso es lo que desde hace años me inspira la Feria. Muchísimo miedo. Este lugar, en teoría centro de diversión para gente de todas las edades, comenzó a atemorizarme pasada la infancia. De pequeño, jugaba a pescar patos de plástico en un estanque a cambio de un pobre pececillo naranja; probaba suerte en las loterías de aquel hombre legendario que cantaba aquello de “y otro jamón, y oooootro jamón”, me montaba en los coches de choque, en el mono loco (también conocido por otros apelativos, como el saltamones), probaba suerte con las máquinas de gancho flojo, tiraba de las cuerdas esas que daban premio seguro, y sobretodo, subía al tren de la bruja, en el que unos señores vestidos de negro y de todo a cien te pegaban con una escoba entre risas y algarabía. Qué tiempos. Después, en la adolescencia, seguí yendo a la Feria, pero por motivos distintos. No era ya algo que me resultase divertido, tras presenciar y sufrir numerosos incidentes violentos, en un espectro que iba de atracos a peleas, pasando por cruces de insultos varios, y huidas precipitadas; dejó de atraerme por completo. No obstante, seguía yendo por aquello del qué dirán, porque sí, porque iban mis amigos y mis amigas, porque era lo que había que hacer. Pasábamos hora en parques dejados de la mano de Dios jugando a ser muy peligrosos, ese era nuestro plan habitual, por tanto, cuando algo se salía de la rutina, como la instalación de estos pasatiempos mecánicos y chirriantes, no podíamos desaprovechar la ocasión.
En mi grupo habitaba el típico valiente, que quería montar en todo como si no hubiese mañana, sin importarle cuán imponente fuese el aparato en cuestión, ni el ruido que hacía, ni lo que ascendía o la velocidad a la que descendía, ni los loopings que hiciese. Le daba todo igual. Era la testosterona en estado puro. Su arrojo nos dejaba en evidencia a todos, él era consciente de ello, y delante de las chicas, quedar como caguetas era algo que no nos podíamos permitir. Podía tener consecuencias nefastas. Por esto es que acabé subiendo en esta época a atracciones como la uve, dos rampas enfrentadas con forma de ídem, entre las que una vagoneta se deslizaba a toda velocidad, arriba, y abajo. No lo he pasado peor en mi vida.
Cuando me hice un poco más mayor, decidí que haría del pánico a los parques de atracciones mi escudo, y que uniría a todos los que compartían mi causa. Me di cuenta de que existían, y en altas cantidades, pero lo sufrían en silencio, como las hemorroides. Tras revelarme públicamente como lo que realmente era, un miedica redomado, pensé que si no era desterrado por la gente de mi alrededor, seguiría acudiendo a estos parques infernales, por no quedarme solo, pero no me aburriría, dedicaría el tiempo a otras posibilidades. Fue entonces cuando comencé a probar puntería con los rifles, consiguiendo buenos resultados, y mejores premios: Botellitas de vodka y ginebra que luego bebíamos todos. Probablemente fue el contenido de estos pequeños recipientes de cristal el que me salvó de la ruina. Era un miedica, sí, pero por lo menos servía para algo, conseguía alcohol.
Desde que rebasé la mayoría de edad, las únicas ferias que frecuentaba eran las de libros y las de comida. Mi vida era fantástica, la gente había asumido que me asustaba la sensación de velocidad que provocan las atracciones, motos, etc., y ya nadie me proponía nada de esto, por lo que no tenía que decir que no y generar situaciones desagradables. Si bien seguía pareciéndoles un paria por el hecho de que no soñase con saltar en paracaídas o hacer puenting, por lo menos, me aceptaban. Me detendré un momento en esto. ¿Soy raro porque me parezca aterrador tener que saltar de un avión en marcha al vacío? ¿No es más raro que te guste eso, o lanzarte de cabeza contra un río desde un puente atado por una cuerda y un arnés? En fin, como decía, todo iba maravillosamente bien en este sentido, era libre y había borrado de mi mente el recuerdo de las luces hirientes de las ferias itinerantes, ya no recordaba el padecimiento que suponía pensar que me iban a birlar la cartera del bolsillo en cualquier momento, me parecía algo borroso y añejo el rostro de los payasos errantes que hinchan globos, y era un aroma olvidado el del algodón de azúcar. Todo iba genial… Hasta ayer.
Dado que mi familia vive en puntos muy dispares de la geografía española, nos juntamos todos en ocasiones contadas, y una fue ayer. Decidimos reunirnos para comer, y tras un suculento wok, debatiendo donde ir todos los primos juntos, alguien pronunció la pregunta maldita. ¿Por qué no vamos a la feria?
No sé bien quién fue, pero el efecto en mí fue inmediato. Sudores fríos me perlaban la frente, y un extraño escalofrío me recorría el espinazo. ¿Por qué? Pensé. Con lo bien que estaríamos en una cafetería, o en cualquier otro lugar. Cualquier cosa antes que eso. Evidentemente sabía que estaba en un jaque mate. Al resto de primos les parecía una idea estupenda, y además había un factor que jugaba en mi contra: Niños pequeños. Ellos querían ir, porque es divertido, así que no tuve más remedio que esbozar una sonrisa y ceder. El trayecto en coche hasta el final de la Avenida del Puerto fue mi milla verde particular. Aunque había dicho que yo no iba a participar de nada, conocía de antemano lo que ocurriría. Al principio la gente dice que no pasa nada, que si no te gusta, pues nada. Pero cuando entras en esa guarida de trileros y demás tahúres, amplificador del cutrismo del cotillón más casposo, todo cambia. Si no subes en las atracciones, se te mira con desaprobación, y oyes murmullos a tus espaldas. ¡Maldita sea! ¿Cómo me habían engañado para acabar allí de nuevo? Cuando comprobé como mis primos corrían como alma que lleva el diablo a montarse en la noria, en el anteriormente mencionado mono loco (aquí llamado mega canguro), o en el ratón vacilón, gato comilón (existe, adjunto pruebas), entendí que debía buscar rápidamente una estrategia. Busqué en mi repertorio de excusas baratas y vislumbré una posible salida. La técnica del perchero humano. Tranquilos, yo me quedo aquí cuidando las cosas, alguien se tiene que quedar con ellas, yo me quedo, no os preocupéis. Sí, sí, seguro, id vosotros, que os hace más ilusión. Yo lo paso bien viéndoos. Instantáneamente fui sepultado por una montaña de cámaras, bolsos, abrigos, chaquetas y más cosas que no conseguí ver e identificar, pero llevaba colgadas. Así fui avanzando sin pena ni gloria mientras María y todos mis primos y sus parejas reían y disfrutaban de una forma inexplicable para mí. He de matizar que uno de mis primos en concreto es la evolución en la especie de los valientes de feria. Él directamente es la ostia. Se montaba en todo lo que pillaba, cogía a los más pequeños y les hacía reír, disparó con las pistolas trucadas tirando seis latas con seis balines para llevarse un peluche gigante en el que ponía (lo juro) I lvoe you, discutió con la feriante de turno hasta conseguir que se lo cambiasen por uno sin errata, haciéndole entender inclusive, pese a su escepticismo inicial, que quien había escrito eso no tenía ni idea de inglés, quedó segundo en las carreras de caballos que se mueven al meter bolas en unos agujeros, conducía como Fernando Alonso en los coches de choque. En definitiva, un sinfín de proezas que yo pensaba insuperables. Hasta que me demostró que estaba equivocado. Tras todos estos logros que le hacían ganar puntos en la jerarquía familiar y a mí encogerme hasta transmutar en un insecto esquivo y huraño, hizo lo imposible. Subió en el ingenio mecánico más espantoso que yo nunca vi. Un trasto gigantesco, como un edificio de veinte plantas de alto, similar a un balancín de parque pero de proporciones bíblicas, en el que en los extremos habían dos cabinas que giraban sobre sí mismas. Esta estructura inventada por el diablo comenzaba a girar a toda velocidad, casi 200 km/h, elevándote hasta poder mirar por debajo del faldón de Dios, mientras dabas vueltas hasta perder el sentido de la orientación por completo. Vueltas en la cabina y vueltas en el aparato + mucha velocidad + una altura acojonante. Una combinación que redefine el sentido de la palabra valor, y que además contraviene todas las reglas del sentido común que yo conocía. El hecho es que ni corto ni perezoso, junto a su hermana mayor, a la que respeto más aún si cabe también desde entonces, monta ahí y baja sin despeinarse. Yo, desde el suelo, no me atreví ni a mirar. Fingía estar ocupado prestando atención a cosas sin relevancia. Ocupaba esos minutos observando los turbios quehaceres de los feriantes, sórdidos a más no poder.
Una vez acabada la diversión, habiendo dejado el listón altísimo, fuimos hasta las vallas de la entrada para abandonar el recinto. Antes de escapar aún pude comprobar más horrores de la feria, un niño perdido escoltado por dos policías, puestos de grasas saturadas en formatos distintos, carteles con ilustraciones que vulneran todas las leyes de la propiedad intelectual y del buen gusto. En fin, que sí, soy un cobarde y un aburrido en este tipo de saraos. A mucha honra. Ahora solo espero que pasen muchos años hasta que mi pesadilla agote su periodo de recurrencia. Mientras tanto, y aguardando ese fatídico momento, iré pensando nuevas fórmulas similares a la del perchero humano. Animo a todos los lectores de este post a que las compartan conmigo. Harán mi vida más fácil.
Reportaje gráfico (forma moderna de llamarle a las fotos de un sarao):
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