Anoche pasé mucho miedo. Fue algo realmente aterrador. La leyenda en torno a esta noche de calaveras, murciélagos de goma, maquillaje blanco, cicatrices de quita y pon, y calabazas con rostro era cierta. Hacía tiempo que no me estremecía tanto. Desobedeciendo uno de mis principios existenciales básicos – el no sumarme a las masificaciones – bajé con mi pareja a dar una vuelta por el barrio de El Carmen. Me habían avisado de lo que iba a encontrar, pero con todo y con eso, me arrojé al abismo. Ya cruzando el puente que lleva al IVAM, desde la calle Padre Ferrís, un grupo de homínidos, ataviados con un disfraz poco logrado de homo sapiens, nos acompañó desde la otra acera, profiriendo todo tipo de insultos y amenazas a un tipo que trataba de entrar en un prostíbulo. Mientras, uno de ellos aullaba sin ton ni son mientras saltaba encima del capó de un coche. Otro, golpeaba las señales de tráfico en un claro ejemplo de ritual de apareamiento. La noche prometía.
Nos escabullimos como pudimos de la atención de la manada, y llegamos a la antesala de la demencia sin ser agredidos. Las calles ya ofrecían una versión reducida de lo que iba a ser el epicentro del horror, la Plaza de la Virgen. Numerosos adolescentes, excitados por la acción incontrolada de sus hormonas, corrían y se gritaban de un lugar a otro. A modo de indumentaria, un surtido de lo más variopinto de packs Halloween de Casa Picó, por citar un ejemplo. Ellos: Caretas de esqueletos, un sinfín de capuchas negras, cuchillos atravesando cuellos de una forma bastante precaria, pintura blanca y roja por doquier. Ellas: Trajes erótico-festivos en un rango de originalidad que iba de bien poca a ninguna. Diablesas, vampiras, híbridos entre conejitas de playboy y Catwoman. De lo mejor que se dejó ver, un tipo descamisado, recubierto de pelo (natural) y pintado de negro, con rasgos de hombre lobo de Universal; dos hombres disfrazados de sastre londinense (con sombrero de copa y frac); y un fauno vestido de esmoquin que era portero de discoteca.
De camino a la plaza anteriormente citada, comenzó a aumentar progresivamente el número de energúmenos por metro cuadrado, unidad que debería ser el estándar para medir la afluencia en este tipo de fiestas. Se respiraba ya una cierta violencia, que se desataba en pequeños destellos en algunos grupos de púberes. Finalmente, alcé la vista y comprobé, fascinado, una multitud informe de vampiros de todo a cien, parcas recicladas, y diablesas de tuenti; que elevaban al unísono su clamor, tratando tal vez de resucitar de su sueño eterno al brazo incorrupto de San Vicente. Mi cerebro no pudo soportar tantas atrocidades juntas. Ni Lovecraft en sus peores visiones habría podido imaginar tal espectáculo. En nuestra huida, tuvimos que ser atormentados cual faquires, corriendo sobre un lecho de cristales y meadas. Desde el suelo, un pequeño monstruo de Frankenstein sujetaba a una semiinconsciente y ebria novia de Drácula ante la mirada cansada de un agente de la ley, mientras una compañera con un disfraz irreconocible, al habérsele corrido el maquillaje por el llanto, gritaba por teléfono: “Que a la Ana le ha pasao algo tía, que no sé qué le ha pasao”. Cuando conseguimos alcanzar una calle más o menos segura, decidimos ir a por víveres a una pizzería nocturna en Guillem de Castro, por si finalmente el Fin del Mundo llegaba, para que por lo menos nos cogiese con el estómago lleno.
Tras esto, retorno a casa amenizado por una siempre socorrida redada policial alrededor de un colegio, allanado por unos jóvenes con ganas de emociones fuertes. Desde luego, una velada pavorosa. Trick or treat.
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