Un día de crispación

Anoche me acosté leyendo el cósmico Esperando a Godot. Nada presagiaba entonces que el caos de la obra descendería hasta mi vida al día siguiente. He amanecido un poco antes de las ocho. He desayunado tranquilamente mientras el parte matutino de TVE anunciaba todo tipo de catástrofes, y se esforzaba en mostrarme todas las miserias de la existencia humana. Los medios de comunicación están amaestrados por malévolos encantadores de medios, doctos en al adiestramiento de perros de presa comunicativos, pero eso es otro tema al que ya dedicaré un post completo. Viendo este tipo de informativos, se desea no haber nacido en repetidas ocasiones durante el transcurso de su franja en la parrilla, nombre cada día más acertado, por cierto. Las noticias positivas, ya no bonachonas, del estilo de “un anciano de Texas descubre un billete premiado de la lotería nacional en su porche” (ficción, pero podría ser perfectamente, por qué no), las que podrían levantar algo el ánimo, hablando de iniciativas solidarias, proyectos que han salido bien, gente que no destruye a otra gente sino que la ayuda, han sido borradas por completo. Lo único que queda ya son tragedias seleccionadas por moda, políticos de medio pelo y crímenes atroces dignos del difunto El Caso. Con esto no pretendo que las noticias sean siempre alegres, simplemente que no sean exclusivamente todo lo contrario. Pasan cosas buenas y deben ser publicitadas, cojones (disculpen el improperio).

Volviendo al asunto, tras cargarme de ira y tristeza entre magdalena y galleta, he decidido, ingenuo de mí, ir a por el autobús (el único medio de transporte público de mi barrio en un radio de casi un kilómetro, con una frecuencia de paso de veinte minutos) para que me llevase hasta la redacción. Dentro de lo que cabe la cosa no ha salido mal, ha llegado en diez minutos y no hemos sufrido ninguna de las ya clásicas averías del 61. Por alguna razón no obstante, el cambio de hora o qué sé yo, no me encontraba demasiado bien al subir, así que me he acostado plácidamente en el sofá durante diez minutos, tras lo que me he levantado cargado de optimismo y energía. Pronto me he puesto a trabajar de cara al ordenador, consciente de la suerte de tener algunos encargos. Varias horas después, un dolor en la parte posterior de la cabeza bastante punzante me ha obligado a desistir de seguir fijando la vista en la pantalla, por lo que he decidido volver a casa. Eran casi las tres. Llegando a la parada, el infame autobús me ha pasado a escasos centímetros de la nariz, lo que me ha provocado una extraña sensación entre resignada y furiosa. Como tenía hambre y no quería esperar con el estómago vacío hasta la nueva era, en que llegaría el siguiente relevo, he cometido la imprudencia de entrar en el Burger King más cercano, en Marqués de Sotelo, no sin antes comprarme El Jueves para que me amenizase la breve estancia en soledad. El local no puede ser más deprimente. Tras pedir el menú pausadamente, pagando el importe exacto al dependiente, en un afán de simplificar los más elementales procesos del día a día a otra persona. me he sentado en la típica mesas de cuatro con sofás acolchados, pegado a la pared y mirando hacia la salida. A los cuatro mordiscos y dos o tres carcajadas contenidas por la lectura de tan magnífica revista, un simpático artrópodo (filo al que pertenecen también las gambas) de la raza de las cucarachas, ha pasado de forma vivaracha por la pared a un palmo de mi cabeza. He dejado que continuase su recorrido sin moverme, pero cuando ha dado media vuelta y avanzado por la mesa hacia mi comida, me he levantado tranquilamente dispuesto a desplazarme a otro lugar, el cansancio y un pequeño reducto de buena voluntad me impedían montar ningún drama. Tan poco es para tanto en realidad, no amarguemos a nadie, que al fin y al cabo tampoco los trabajadores del establecimientos son responsables y se llevan todos los palos. Cuando me dirigía a las escaleras que bajaban al nivel inferior, he sorteado un obstáculo, que se revelaría como algo más que una señal de piso mojado segundos después. Al comprobar que en efecto no estaba mojado, me he dispuesto a bajar, y a mitad camino, he sido sorprendido por una voz de ultratumba desde arriba que me increpaba de la siguiente manera:

“Disculpa, ya está cerrado, ¿no has visto la señal?”

Siempre me ha despertado cierto interés la semiótica, ciencia de los signos y sus significados, pero no conocía este código, y no he conseguido interpretar que “suelo mojado” significaba «piso cerrado».

Le he respondido cortésmente una versión simplificada de lo anterior, tras lo que he recibido esta respuesta:

“¿Pero te espera alguien abajo?” Como queriendo hacer sangre ante mi soledad existencial. Esto me ha hecho estallar, pero con todo y con eso, en un alarde de buenas maneras, le he contestado, ante el público curioso de la cola:

“Mira, había una cucaracha paseándose por mi mesa, así que si no te importa voy a bajar.”

Tras esto, el hombre, cuarentón y con cara de cabreado, se ha girado y se ha marchado. Evidentemente el piso inferior estaba también abarrotado de gente, gran parte de los cuales, eran adolescentes haciéndose arrumacos en el falso anonimato de esta parte escondida de la hamburguesería. La comida ha sido finalmente cosa de media hora. Al salir, de nuevo el 61 ha pasado de largo mientras pensaba “no puede ser”. El 17 ha sido el encargado de llevarme a casa afortunadamente, dejando algo más lejos, pero ya no importaba. Me encontraba mal y quería tumbarme. Casi tres cuartos de hora después estaba en casa, acostado y adormilado por el arrullo de algún programa casposo de cualquier cadena.

A las 19:38 he abierto los ojos, con la típica sensación de desconexión con la realidad, desorientación y dolor de barriga. Mi perro, ansioso por su paseo del ocaso, me aullaba sin cesar, por lo que he cogido la correa y he bajado a la calle, que me deparaba aún varias bromas de mal gusto. A cien metros de mi portal, un American Staffordshire Terrier color canela, ha decidido venir corriendo desde la otra punta del parque hasta mí, por supuesto suelto, no con el dueño a rastras profiriendo alaridos, situación que podría haber ocurrido porque fuerza no le faltaba al can. Al verlo llegar he tenido la premonición de que se mascaba la tragedia. El dueño, un tipo apodado por el gentilicio de una comunidad autónoma, le gritaba desde lejos, sin demasiada preocupación. Pero cuando ambos mejores amigos del hombre han comenzado a gruñirse y a enseñarse los dientes, ha quedado patente que su parsimonia no coincidía con la realidad. Si alguien nunca ha visto dos perros tratando de matarse, le animo a que continúe evitando presenciarlo. Mi perro, un Beagle, de unos veinte kg de peso, por una parte; el otro animal, rondando los treinta. En cinco segundos, el visitante ha atacado sin piedad a mi pobre perro, mientras que yo gritaba llamando al dueño, tiraba de él para separarlo dejándolo indefenso ante las dentelladas del contrincante, al que yo intentaba separar con mi pierna. Durante dos segundos en que ambos se han cogido del cuello he pensado que me iba a quedar sin compañero. El propietario de la criatura, ha llegado a grandes zancadas insultando a su pobre perro, y al cogerlo, ha ocurrido lo previsible, el verdadero animal no tenía cuatro patas, sino dos y andaba erguido. Su reprimenda ha consistido en una paliza absurda y brutal, mientras me pedía disculpas y seguía atizando al pobre animal asustado. Le he dicho que no le pegase, y que lo llevase atado, que no estaba logrando nada, más que ser injusto y cruel. No me dan miedo los perros, y no creo que una raza determine un comportamiento, más bien, una mala educación sumada a poderosos músculos y mandíbula genera este tipo de problemas. Después de dedicarle varias lindezas, y comprobar que mi perro no tenía nada serio, me he alejado, temblorosas las piernas.

En la esquina de la calle, un amigo que lo había presenciado se ha detenido a hablar conmigo, y me ha contado un problema que le afecta bastante, no sabe cómo presentarle su novia a sus padres, ya que procede del Este, y ellos tienen la teoría peregrina de que la gente de allá es “mala”. Una idea repleta de argumentos y ejemplos ilustrativos. A todo esto, he recordado que en el momento del combate, estaba hablando por teléfono, por lo que he llamado de nuevo, y por suerte, he recibido buenas noticias respecto nuevas representaciones en la ciudad de la obra de la que soy productor, El afilador de pianos. Mi amigo ha seguido pidiéndome consejo por el asunto familiar que comentaba, le he dicho algunas cosas y me he ido. Mientras volvía a casa, me sentía impotente por la imposibilidad de ayudarle, el racismo no atiende a razones. El odio les podía más que el bienestar de su propio hijo.

Para relajarme un poco, he decidido poner por escrito estas vivencias, temeroso e intranquilo, ya que el día no ha terminado todavía. ¡Ah! Una anécdota más de hoy: La madre de mi novia circulaba en bici, cuando enmedio del carril creado para estos vehículos, un tipo había aparcado su coche. Al decirle ella que estaba aparcado obstaculizando el tráfico, él le ha contestado “qué inteligente eres”, a lo que ella ha respondido, herencia de haber estado casada con un argentino muchos años: “Y tú qué pelotudo”. Respuesta del infractor: “Vete a tu país”. ¡Que vivan la crispación y el enervamiento!


Comentarios

2 respuestas a «Un día de crispación»

  1. Avatar de Ana Castillo
    Ana Castillo

    Pues, tranquilo porque GODOT no vendrá hoy, pero mañana seguro que sí.

  2. qué barbaridad….

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