Prodigio

Siempre he creído que el escritor nace, no se hace. La técnica, por llamarle de alguna manera, se puede pulir, perfeccionar. Se pueden aprender recursos desde luego, sobretodo leyendo sin descanso. Pero el escritor con mayúsculas, lo es desde el mismo momento en que asoma del útero materno. No es únicamente que tenga un don innato para la comunicación, es más que eso. Debe tener la habilidad de observar, como espectador o participando de la acción. Además, tiene que tener también la facultad de hacer suyas historias cotidianas, pasarlas por su propio filtro y reelaborarlas. Todos lo hacen, todas las temáticas, incluso la ciencia-ficción más aparentemente alejada de la realidad, descansa sobre una serie de conceptos esenciales que son comunes a todos los seres humanos, y visibles en cualquier esquina. A poco que se rasca, se descubre.

Esta breve reflexión acerca del oficio de la escritura es un prólogo que me sirve para explicar mi reciente fascinación por Miguel Delibes, al que he leído hace poco. Hará cosa de dos semanas devoré con fruición Los Santos Inocentes, y anoche terminé Las ratas. Me he propuesto leerme toda su obra, tarea que me requerirá tiempo, porque no es precisamente poca. Lo primero que sentí al comenzar el primer libro, es que Delibes llevaba el ritmo en la sangre. Del mismo modo que el swing en el jazz, o el duende en el flamenco, el autor posee algo, difícilmente explicable con palabras, que lo diferencia del resto. Tanto es así que se permite escribir todo un libro sin prácticamente puntos ni comas, hecho que no dificulta en lo más mínimo la lectura. Otro factor que llama la atención es el dominio del lenguaje, y la comprensión absoluta de su contexto. Delibes llevaba dentro, incluso podríamos decir, formaba parte de cada una de sus historias. Él era parte del Brahman de Castilla. Mientras leía trataba de imaginar la infancia del autor, marcado desde bien temprano por la miseria de la guerra. Pensaba en él tumbado sobre un prado, contemplando el mayor espectáculo del planeta, que no es otro sino el trasiego continuo y equilibrado de todos los elementos de la naturaleza. Me fascina tratar de entender cómo era capaz de hacer retratos tan perfectos de paisajes, situaciones y personas. Del mismo modo que un pintor hiperrealista, Delibes generaba fotografías narrativas de todo cuanto le rodeaba. Era capaz de conseguir hasta el más mínimo matiz; el más leve pestañeo, el defecto en el lomo de un perro, el olor de la brisa que anunciaba una tormenta implacable. Nada escapaba a su experiencia sensorial.

Los Santos Inocentes es (una obra) terrible y piadosa, Las ratas, sórdida y desesperante. Pero ambas tienen en común el gigantesco poder de transmutación de las palabras en imágenes. Por todo ello, este pequeñísimo homenaje al recientemente fallecido escritor, que por méritos propios, quedará ligado de forma indefectible a los paisajes que tanto conoció. Requiescat in pace.

Publicado por Eduardo Almiñana

Escritor y terrícola.

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