Crónicas asincrónicas de la UFC 2

Alhamdulillah: si la entrepierna del Cáucaso Norte de Khabib Nurmagomedov ya descansa sobre tu cara, mejor ve pensando en qué vas a cenar después del combate, porque está todo perdido. Existe una creencia muy arraigada en el imaginario popular masculino que afirma que liarte a puñetazos -solo puñetazos- con otro tipo hasta dejaros la cara hecha un cromo, mientras sea solo a puñetazos, es algo «noble»: a muchos de los compadritos que piensan así, ver a dos hombretones sudados y en calzones abrazándose en el suelo buscando someterse les incomoda. No lo sé.

¿Aversión a la lucha grecorromana por la famita de los griegos? ¿Reminiscencias inquisitoriales del pecado nefando? ¿Masculinidad frágil? La cosa es que la dialéctica cuerpo y cuerpo de los contendientes en el suelo del octógono la sigo en nueve dimensiones, las cuatro con el tiempo y los cinco sentidos. ¿A qué huele que el águila de Daguestán te doble el brazo en el tercer round hasta ganarte con una llave kimura que detiene el árbitro por el bien de tu hombro?

Khabib golpea a Johnson, pero cada golpe es un trámite: el ruso avar le pide que se rinda, no quiere seguir pegándole. Ríndete ya, le dice, sabes que tengo que luchar por el título. Lo merezco. No es una interpretación de su mirada: lo dice de verdad. En unos minutos se calará el gorro papaja de lana que viste su pueblo, y agradecerá y atribuirá la victoria al dios de la Hégira, porque él solo es un hombre, aunque cuando se te echa encima parezca el destino.


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