Anoche, María y yo, cercana la hora de las brujas, buscábamos la clásica serie somnífera que se deja ver a duras penas, pero que te ayuda a olvidar el calor durante el tiempo necesario para caer dormido. Ante el panorama televisivo insulso y deprimente, dimos una vuelta por el videoclub de pago de Ono. No había gran cosa en general, hasta que nos fijamos en un título que el ministro del terror, Adrián Hernán, nos había recomendado: La niebla, de Stephen King (2007). Me había leído la historia hacía tiempo, y me hacía ilusión verla. No esperábamos gran cosa, una adaptación más del rey de Maine; hasta que vimos los primeros planos. King ha tenido una suerte relativa con sus novelas que han sido llevadas a la gran pantalla. Obviando éxitos de hace más de dos décadas, como Carrie (1976, de Palma), El resplandor (1980, Kubrick), o La zona muerta (1983, Cronenberg), muchas de las posteriores no han supuesto grandes aciertos cinematográficos. La milla verde por ejemplo sí fue hecha con buen gusto, pero son excepciones. Del mismo modo ocurre con las series televisivas basadas en su trabajo. Por ello, me acercaba con escepticismo a este film, pese a que la trama me parecía magnífica. Un grupo de personas se encuentran en un supermercado, cuando alguien aparece gritando y corriendo. Una vez a salvo, dentro del comercio, explica que algo ha atrapado a un hombre dentro de la niebla, algo que no sabe explicar. Instantes después, la etérea marea blanca llega hasta el establecimiento, desbordándolo y sumergiéndolo en las tinieblas de lo desconocido. A partir de ese momento, se desata el fin del mundo.
Desde el principio queda claro que alguien ha sabido hacer las cosas bien. Las localizaciones, correctas; la ausencia de música ambiente, sobrecogedora; la iluminación y la fotografía, impecables, son el 90 % de la carga de misterio de la película; los efectos especiales, más que aceptables. El trabajo de los actores es ciertamente bueno, destacando la buena ejecución del protagonista, Thomas Jane, al que conocemos por sus papeles en The Punisher (2004), Deep Blue Sea (1999), o La delgada línea roja (1998); así como del niño, Billy Drayton en la película, interpretado por Nathan Gamble.
Pero sin duda, lo mejor de todo es lo macabro de los acontecimientos que tienen lugar. Una combinación entre ciencia ficción y terror que no deja lugar a la esperanza ni a los finales felices. La angustia es palpable desde los primeros diez minutos de película, y continua in crescendo hasta un final digno de Edgar Allan Poe. Es gratificante comprobar cómo alguien se atreve a no cumplir las convenciones de vez en cuando. Me parece sensacional la manera en que se ahonda en las pasiones humanas más ocultas y latentes, las que afloran cuando el miedo y el peligro se adueñan de un individuo; en este caso, de un colectivo. La cadena de situaciones retorcidas llega a dejarte realmente tocado.
Puede que a quien lea esto y la vea no le parezca tan interesante ni tan entretenida, puede que tenga algo que ver el hecho de que sea un incondicional de Stephen King, e incluso que anoche estuviese bajo el efecto Breton que tan bien conocen Safrika y Arturo. En cualquier caso, por el motivo que fuese, me acosté con la sensación agridulce de haber sido una nueva víctima del ingenio del mago de Portland.
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