Juegos bizarros de la infancia (Parte I: Violencia viril)

Hoy quiero hablar de una serie de juegos que marcaron mi infancia y la de muchos, que amenizaron nuestras tardes en ocasiones, o convirtieron el patio del colegio en un infierno en otras. La idea de este post se me ocurrió a raíz de que el dibujante Albert Monteys preguntase en Twitter el nombre de un juego en el que se formaban dos filas y un desdichado pasaba entre ambas, recibiendo capones y collejas. Le contesté que este juego recibía el nombre de mosca, al menos entre la gente de mi generación, la del 87. Fisgoneé un poco en internet y vi que no había demasiada información sobre estos divertimentos que eran tan violentos como habituales, y por ello me dispongo a hablar un poco de los que han venido a mi memoria.

Siguiendo el hilo de la introducción, comenzaré con el mosca. Jugar un mosca consistía en formar dos filas de participantes, dejando un túnel en medio por el cual el que pagaba, debía pasar sin girar el cuello, con la mirada en el frente, y a paso lento. Al entrar debía decir mosca muda entra (que de más mayores evolucionó en simplemente mosca). Mientras pasaba, la gente le podía atizar sin piedad, a priori únicamente collejas y capones, y su misión era averiguar quién le había pegado la última. Si en su camino le veía los dientes a alguien, debía decirlo y ese pasaba a pagar; de igual manera, si veía que alguien tenía las piernas abiertas, podía introducir su pie entre las piernas del otro, provocando que pagase. ¿Qué sentido tienen estas reglas o el nombre del juego? Es un misterio en el que es mejor no adentrarse. El que pasaba a pagar recibía un escarmiento conocido como moscardón, en el que tenía que pasar a toda velocidad por el túnel, recibiendo en teoría, como comentábamos, solo capones y collejas, aunque como el pobre infeliz siempre tendía a pasar encorvado, todo acababa degenerando en una orgía de puñetazos en la espalda, patadas, golpes de todo tipo e incluso zancadillas en los casos más extremos. Una vez cumplía con esto, volvía a entrar como mosca, comenzando de nuevo el ritual de adivinar quién había sido el último en golpearle. Si fallaba, recibía un moscardón. Si no lo tenía claro, podía volver a entrar. Evidentemente, en este juego, no todo el mundo era igual ante la ley. Recuerdo perfectamente un mosca legendario en el patio de los jesuitas, en el que en cada fila habrían como cuarenta personas, es decir, ochenta verdugos, ciento sesenta manos dispuestas a linchar al que pasase. Además, entre los participantes se encontraban los tipos más rudos y peligrosos de todo el colegio. La tensión se podía cortar con cuchillo y tenedor, nadie se atrevía a pasar y mucho menos a levantar la voz no fuese que acabase obligado a entrar, y todos sabíamos que quien entrase ahí probablemente no saldría con vida. De repente, una voz dijo: yo entro, total, nadie me va a tocar; y pasó por el túnel riéndose y a paso tranquilo, saliendo completamente indemne. Este chaval en cuestión gozaba de inmunidad diplomática, es decir, estaba muy loco, y nadie quería suicidarse.

El siguiente juego era realmente entretenido, y casi todos los que nos divertíamos con una pelota en los recreos lo hemos jugado una gran cantidad de veces. Se trata del culé, o culet según otros. Muchos esbozarán una sonrisa frente a la pantalla recordándolo. Las reglas de este eran sencillas, uno se ponía de portero, y los demás tenían que meterle gol. La única manera de meter legal era de volea, no podías disparar desde el suelo. En algunos lugares, el tiro a “botepronto” valía también. Si al rematar o en medio de un pase, el portero (dentro de su área en la que se podía mover) la atrapaba en el aire, la empomaba, podía lanzársela a alguien, que si era golpeado y no conseguía cogerla antes de que cayese al suelo, pasaba a ponerse de portero. Si la cogía, podía pasársela con la mano a un amigo para que hiciese una volea. Tirarla fuera también era motivo para ponerse, salvo que se hubiese tirado con la cabeza o al darle un palo, que salvaba, es decir, no te ponías. Tocarla con la mano también te hacía ponerte. Hasta aquí todo parece normal, pero el caso es que una vez metidos los tres o cinco goles que se hubiesen pactado al empezar, el que se encontraba jugando de portero en el último gol, recibía el culé. Para ello, debía ponerse de cara a un muro, bien de pie, bien con el culo en pompa, mientras los demás, por turnos, trataban de darle a una cierta distancia. Si le dabas, avanzabas un paso largo, si le volvías a dar, otro, y así hasta estar pegado a él, cuando le dabas la bomba, es decir, la lanzabas al aire y le chutabas a menos de un metro a bocajarro. Si no le dabas, perdías tu oportunidad y pasaba el siguiente en el pelotón de fusilamiento. La realidad tras la leyenda es que habitualmente casi nadie llegaba al final, y de hecho, el último tiro era el que menos dolía, porque era desde más cerca. Además, los balones de reglamento estaban prohibidos, y solíamos jugar con pelotas medio deshinchadas y tiñosas, y finalmente, ante el riesgo de la prohibición del juego, el castigo pasó a ser una colleja que casi nunca se propinaba con maldad.

El siguiente juego requiere un cambio de escenario. En lugar del patio del colegio, la playa. Hablamos del 1-x-2 (uno, equis, dos). Aquí podía participar todo el que quisiese, en un lugar donde el agua no cubriese para permitir la movilidad. Uno lanzaba la pelota al aire al grito de ¡uno!, el siguiente tenía que darle de nuevo hacia arriba gritando ¡equis!, y el último tenía que hacer un mate directo al cuerpo de alguien mientras gritaba ¡dos! El que recibía el balonazo tenía que correr hasta la orilla (maret, la salvación en el lenguaje de estos juegos), y por el camino todo el mundo podía, y debía, darle collejas, capones, etc. En muchas ocasiones, en medio de la carrera, la víctima tropezaba y caía en plancha, para al tratar de levantarse, ver con pavor una horda de amigos esperando para seguir con los golpes. Como en el culé, si al que se trataba de dar empomaba la pelota, el que tenía que huir era el que había lanzado el ¡dos! no letal. La violencia de este juego no era demasiado significativa, ya que se jugaba entre amigos, y al menos en mi entorno nadie quería causar mal alguno al resto.

El cuarto juego probablemente sea el más estúpido de todos, y me temo que era de fabricación casera, aunque tal vez se practicase en otros sitios también. Me refiero al Tekken tortas. El ingenioso nombre viene del videojuego de peleas homónimo, junto al hecho de que en este caso el juego consistía en pegar tortas. Sin más. Se podría haber llamado también la hora de las tortas, en homenaje a La Cosa de Los cuatro fantásticos; pero no, se llamaba ni más ni menos que Tekken tortas. El escenario solía ser la parte de atrás de un autobús de excursión, y las reglas eran sencillas. Los participantes se disponían en un círculo, y daban un tortazo al de su derecha. Había un pacto tácito según el cual las primeras tortas no podían ser demasiado fuertes, ya que la gracia del juego era que el jugador, al recibir un bofetón, proyectase su ira contra el siguiente, no se podían devolver, y si la cosa empezaba muy fuerte no se completaba ni una ronda. Si alguien quería salirse del juego recibía un currito, es decir, una penalización a base de guantazos rápidos, o bien, una torta de cada jugador. Efectivamente, este juego derrochaba testosterona, era la masculinidad adolescente y el comadreo entre chicos a la enésima potencia. Curiosamente, casi nunca derivaba en enfados, ya que el que participaba sabía a que se exponía, y le gustaba. Acababa cuando se volvía aburrido o se llegaba al destino.

Para terminar, voy a hablar de dos juegos que eran más bien iniciativas espontáneas no regladas: el calentón y el muntunet. El primero comenzaba con el eco de un pelotazo contra una pared llegando a tus oídos. En ese momento, el almuerzo se te paralizaba en la garganta, y comenzaban los gritos femeninos y los vítores de los hombres. Alguien gritaba a pleno pulmón: ¡CALENTÓN! y el patio se convertía en el averno. La gente corría despavorida huyendo de los balonazos como podía, ya que esta práctica consistía simplemente en eso, a alguien le saltaba la térmica y pegaba un pelotazo al que se le cruzaba. A partir de ese momento, se abría la caja de los truenos, y cualquiera podía coger el testigo y pegarle un calentón a alguien. La verdad es que solía acabar en tragedia: balonazos en la cara, en la espalda, en el estómago… un desastre. A veces, la víctima era una chica, en cuyo caso el problema era mayor, ya que las víctimas masculinas asumían con resignación la fatalidad, pero ellas, mucho más maduras que nosotros, y con toda la razón del mundo, montaban un cirio espectacular. Esta práctica estaba por supuesto prohibidísima, pero al ser de naturaleza imprevisible, no se podía controlar. Esa era su magia. La brutalidad propia de los púberes hizo que se llegase a jugar con pelotas de baloncesto, lo cual sí provocaba el caos absoluto.

El muntunet, por otro lado, era incluso más elemental que lo anterior. Alguien caía al suelo y entonces otro gritaba: ¡muntunet! y todos corrían a lanzarse encima sin compasión, hasta formar una montaña humana de tal altura que los más rezagados a veces ni saltando lograban sumarse a la cúspide del muntunet. Solían durar segundos, pero si estabas bajo, parecían ser eternos. La sensación de asfixia era horrible, pero cuando terminaban y la gente se apartaba, todo volvía a la normalidad sin más, entre risas e insultos. Un clásico.

Como se puede comprobar, el patio del colegio era la jungla, y había que ir con los ojos bien abiertos para sobrevivir. Con este post no quiero ni justificar ni condenar estos juegos, simplemente, dejar testimonio para la posteridad de lo que sucedía, y de paso, escribir un remember de una época que disfruté mucho, pese a sus inconvenientes. Próximamente, si este gusta, haré otro sobre los juegos que nos iniciaron en el mundo del género opuesto, en el amor ingenuo y en la primera sexualidad. Mosca muda entra.


Comentarios

3 respuestas a «Juegos bizarros de la infancia (Parte I: Violencia viril)»

  1. Excelente Post Edu. Me ha hecho recordar viejos tiempos, (casi siempre mejores)y sonreír durante toda la lectura. Muntunet… sin duda una práctica necesaria en cualquier rincón pedagógico que se precie.

    1. Avatar de edureptil
      edureptil

      Gracias Angus! Desde luego casi siempre mejores! Cuando quieras quedamos y jugamos un culé!

  2. Buenas tardes,
    En Sevilla tambien era Mosca, pero las reglas, al menos en mi barrio eran distintas.
    El que «la quedaba» entraba en el pasillo y tenía que decir «mosca, sorda, muda, inmobil», de manera que los que formaban el pasillo la «quedarían » si hablaban, se chivaban o eran vistos al pegar la colleja al pobre que recibía.
    Que por cierto, si podía mirar hacía los lados buscando amenazas.
    Un saludo.

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