#Maneras de herir a Iván Vergara [1]

El asfalto era como la piel de un gigantesco lagarto enfermo y nocturno. Su lengua también. Una madre tapaba los ojos a su hijos con temor mientras apremiaba el paso. Un hombre que cerraba la persiana de su negocio de lavandería le miraba con reprobación y negaba con la cabeza. Su aspecto debía ser peor de lo que imaginaba, pensaba, mientras sus piernas, haciendo caso omiso de las reglas más elementales de la psicomotricidad, lo propulsaban hacia adelante como buenamente podían. Los rizos negros se le antojaban serpientes del cuero cabelludo de la gorgona Medusa, en la vida los había sentido tan vivos. Danzaban ante sus ojos como perversos muelles orgánicos, dificultándole todavía más la visión. No sabía bien a dónde se dirigía, la calle tendía a infinito, mientras que el fondo de su bolsillo a cero. No tenía más recursos, y aún así, necesitaba seguir. La noche había comenzado antes de empezar. La cantidad de sustancias que circulaban por su torrente sanguíneo hacían de él un espécimen perfecto para un examen de farmacognosia. Necesitaba llegar a un hospital, un hilo de sangre le recorría la nariz, los labios y caía por su barbilla, la frente le escocía sobre el ojo derecho. Nunca más, repetía, nunca más.

Sin embargo, lo había vuelto a hacer. La ruleta rusa ofrecía un dinero rápido y fácil, si sobrevivías. Acostumbraba a ponerse hasta arriba de todo, tratando de paliar la flojera intestinal y la pérdida de control sobre el esfínter que tienen lugar en ese segundo en el que tu cerebro da la orden y el dedo obedece. Esta vez había tenido suerte, tenía el boleto ganador para viajar en tercera clase al inframundo, pero por alguna clase de azar inexplicable, teniendo el cañón sobre la sien derecha, se le había resbalado el brazo en el mismo instante en que disparaba, haciéndole simplemente un rasguño a él, destapándole el cráneo a su vecino. Desde el suelo, alcanzó a ver las caras de estupor de los presentes, que conteniendo la respiración durante unos segundos, parecían decidir por telepatía qué hacer con él. Las venas de la cabeza le martilleaban, en sus oídos, un lejano pitido similar al que indica en un osciloscopio la muerte del desdichado paciente de un hospital blanco y aséptico. De pronto, lo inesperado: carcajadas y golpes de euforia sobre la mesa, y unos brazos alzándolo del suelo, acompañándolo a la salida en volandas y arrojándolo al exterior de una nave en un polígono solitario. Esa clase de lugares en los que nunca pasa nada.


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