#Maneras de herir a Iván Vergara [3]

Desde que tuvo lugar aquella explosión en el sótano de una casa anodina de la periferia de la ciudad, todo se había ido a la mierda de forma rápida e implacable. Primero habían sucumbido los vecinos más inmediatos, horas después, el caos se extendió por todas partes. Estaba escuchando la radio mientras confeccionaba libros con cartón en su taller cuando el locutor habló acerca de un extraño accidente en una casa que estaba siendo pasto de las llamas. Probablemente una fuga de gas. Seguirían informando cuando se supiesen más detalles. Lo siguiente que se supo fue que algo se estaba propagando entre el vecindario en el que se había producido el estallido, algo que corroía la carne y provocaba una reacción extremadamente violenta en las víctimas. El hecho de que estos se estuviesen dedicando a atacar sin piedad a los transeúntes con que se cruzaban, le hizo plantearse la probabilidad de huir, pero le quedaban unos pocos ejemplares por terminar, y qué demonios, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Era un tipo profesional, casi alemán, se jactaba de su capacidad para el trabajo y no podía dejar que su reputación quedase en entredicho por unos cuantos enfermos dementes. Decidió cambiar de emisora para concentrarse, algo de rock le vendría bien.

Rob Zombie amenizó la atmósfera con su Living dead girl. Muertos vivientes, le parecía un tema cojonudo para un nuevo poemario. Dentro de un rato saldría a la calle a ver si todavía seguía el espectáculo y podía tener referencias para este nuevo libro. Era importante impregnarse de aquello de lo que se quería hablar. Mientras se debatía entre espasmos en un increíble solo de air guitar, algo golpeó la puerta. Sin pensárselo demasiado se acercó para abrir, sería Dani, su hermano, que estaba por la ciudad y había prometido pasarse a ayudar un poco. En el momento que quitó el cerrojo, alguien la empujó con una violencia tal que le hizo perder el equilibrio y caer hacia atrás. Efectivamente era Dani, pero le había conocido días mejores. Cuando se iba a incorporar, cayó sobre él como un loco, mascullando cosas ininteligibles, y tratando de golpearle, morderle, arañarle o todo a la vez. Como pudo, se zafó de él (sus años de fútbol americano no habían sido en balde), y corrió a coger algo con que defenderse. Lo primero que asió fue un bote de cola, que le lanzó, golpeándole de lleno en la cara, lo que si bien le enfadó sobremanera, a juzgar por sus aullidos, le cegó al rociarle los párpados con el pegamento. Era ahora o nunca, parecía que algo no iba demasiado bien allí afuera. Mientras su ex-hermano lanzaba los brazos al aire intentando atraparle, él cogió una mochila, la llenó de libros y salió a toda velocidad, cerrando la puerta tras de sí. En el exterior, ya había oscurecido, y todo lo que se podía oír eran sirenas, gritos, y cosas peores.

Cuando se dio cuenta, estaba en medio de la calle; frente a él, seis individuos con un aspecto bastante desconcertante: la piel les colgaba a jirones de la cara, los ojos, hundidos en sus cuencas, poseían la inexpresividad de un tiburón. En cuanto le vieron, comenzaron a proferir una serie de gruñidos que no auguraban nada bueno. Tras de él, había algo parecido a una manifestación, a unos treinta o cuarenta metros, sólo que en lugar de pancartas y cánticos y policías golpeando a la gente, lo que pudo ver era una orgía de violencia sin límites. La única salida era hacia adelante. Tiempos pasados de jugadas ensayadas, placajes, vítores del público, y su nombre siendo coreado por la multitud le vinieron a la mente. Era el momento, una carrera por su vida. Proyectó su mirada al cielo y rezó por conservar las habilidades que hicieron de él una leyenda en su tierra natal. Ahora o nunca. Los tipos de enfrente gritaron, él les respondió con un rugido de jaguar que hizo que sus venas se inundaran de adrenalina. Sus piernas le impulsaron hacia adelante a toda velocidad. Algunos de esos seres corrían más que otros, por lo que podría enfrentarse a ellos por separado. Había encarado al que iba en primera posición, justo antes del impacto, efectuó un reverso y dejó caer su brazo en pleno giro contra la cabeza del infectado, que se desplomó de inmediato; siguió corriendo abriéndose hacia una banda, al siguiente que se puso en su camino lo noqueó de un empellón con el hombro; una gota de sudor se deslizaba por su frente, era capaz de sentir y percibir hasta el más mínimo detalle de su entorno. Era capaz, pensó, era capaz de hacerlo de nuevo. Dos más corrían para darle caza escorándose para interceptarle, pero él era más ágil, cuando se lanzaron para pararle lo único que encontraron fue la pared contra la que se fracturaron el cráneo a juzgar por el crujido que llegó a sus oídos. Locomotora Vergara, así era amigos, tendrían que emplearse más a fondo si querían hincarle el diente o lo que sea que quisiesen esos putos enfermos. Quedaban dos, el penúltimo resbaló con algo y cayó de bruces, por lo que pudo esquivarlo con un salto preciso y a tiempo para no tropezar. El más rezagado era el más grande de todos. Podía tratar de superarlo por velocidad por el exterior, pero no había gloria en eso. Desvió su trayectoria hacia el centro, y puso toda la carne en el asador, correría hasta el fallo muscular, hasta el infarto. Era una cuestión sencilla, el hombre contra la bestia, el bien contra el mal, el todo o nada. El deporte tenía la virtud de reducirlo todo a una dualidad existencial. A dos metros del choque, dejó que el pasado volviese y que su médula espinal pensase por él, sus movimientos eran reflejos tras años de entrenamiento: bajó la cabeza, su cuerpo actuaba solo, era el momento de la victoria o del fracaso. Con toda la inercia adquirida por la carrera, se abalanzó contra el monstruo a la altura de la cintura. En un instante, lo sintió de nuevo, el tacto del adversario, el calor de su cuerpo, la textura de su ropa, el olor (en este caso distinto, pero igualmente estimulante). Cayó sobre él con la furia de un berserker, derribándolo y dejándolo confundido por unos segundos, que aprovechó para ponerse a horcajadas sobre él, y darle una soberana paliza a base de puñetazos directos a la cara. El frenesí era total, esto no formaba parte del juego, pero en este caso no habían reglas ni árbitros. En cuestión de segundos, el tipo dejó de defenderse. Un furor primitivo emergió de su pecho, poniéndole los pelos de punta y haciéndole elevar su voz al espacio, sintiéndose reintegrado en el cosmos. Se incorporó y cogió su mochila, su silueta se recortaba contra la luces de un coche patrulla vacío y cruzado en medio de la carretera. La única marca del combate, una herida en la frente, probablemente provocada por su hermano. No era un mal balance. Miró al frente y reinició la marcha. Tendrían que hacer mucho más para detenerle, pensó, mucho más. Locomotora Vergara estaba en el partido de nuevo.


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