Breve apunte del día de Halloween de ayer: Pensaba que me había librado del horror experimentado el año pasado, me había quedado viendo unos capítulos de CSI en paz conmigo mismo, María dormía plácidamente en la cama, Leo (mi perro) dormía plácidamente en su cuna con estampado de huesos y perros de dibujos animados, yo me disponía a releer Hellboy o Kid Eternity por aquello de ser una fecha de criaturas infernales y muertos en general. Justo en el instante en que la aguja marcaba la hora demoníaca, un grito desgarrador partió la noche en dos a la vez que mi calma se tornaba en ira homicida en cuestión de segundos. Algún ser había tratado de ganar puntos para el apareamiento con la clásica jugada del din-don piro, con la salvedad de que nuestro timbre se engancha y se queda sonando a todo volumen. El perro saltó de inmediato de su cuna para aullar a los desconocidos cual sabueso de los Baskerville, María se levantó con una expresión de odio tan profunda que helaba la sangre y podía convertir en piedra a Medusa, y yo solté algunos cientos de improperios del estilo de #%&@!!! desde el balcón. La jauría corría a dispersarse mientras una chica le decía al interfecto (varón, dieciséis años, erección mental constante y acné agravado por la pintura de todo a cien):
-¡Pero tío qué haces! ¿Estás tonto o qué?
El chaval se justificaba ante la regañina mientras corría con la cabeza gacha. No me quedó otra que bajar como un alma en pena a desenganchar el timbre, que atronaba y perturbaba una noche de paz sepulcral en mi casa, y jolgorio halloweenero en la calle.
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Esta mañana he amanecido feliz y con un perro de veinte quilos prácticamente encima mío. Me miraba con esa cara que indica que desea bajar pero que todavía puede aguantar un poco. Me he duchado y me he bebido un café asomado al balcón. El Día de Todos los Santos siempre me ha encantado, y hoy encima el Sol y la temperatura acompañaban. Siempre ha tenido algo de relajante para mí. Halloween es demasiado obvia (se celebra en la oscuridad, de noche) y ha perdido su encantador origen celta en el que se celebraba el fin del verano, y el fin de la temporada de cosechas (en el Samhain original se creía también que la línea entre el mundo de los vivos y de los muertos se estrechaba tanto que los espíritus benévolos y malévolos podían acceder a nuestro plano). El Día de Todos los Santos por otra parte tenía como objetivo conmemorar a todos aquellos santos, reconocidos o no reconocidos, y se desplazó al 1 de noviembre para competir con las festividades paganas que tanto jodían a la Iglesia. A día de hoy, esta última fiesta no tiene ninguna clase de relevancia espiritual para mí, pero sí me evoca la tradición familiar, y por ello actúa sobre mí como una especie de bálsamo. No tengo ningún problema en realidad con la fiesta de Jack O’Lantern, me parece que cuantas más fiestas hayan en el calendario mejor que mejor, y no me opongo a la procedencia de ninguna de ellas. Ojalá pudiésemos tener un calendario de lo más sincrético, y disfrutar de las historias que acompañan a las leyendas de cualquier parte del mundo, como la del taimado Jack, capaz de timar al diablo en numerosas ocasiones y acabar condenado a vagar por el mundo con un nabo (así es) a modo de linterna.
Retomando el guión original, tras asearme y cumplir con todas las rutinas mañaneras, he bajado al parque del cauce del río a dar un paseo con el can. El ambiente era el que me esperaba: campanadas retumbando por toda la ciudad, cientos de personas paseando, en bici, corriendo o con los perros. Me he dejado llevar por el recuerdo, retrotrayéndome a esos momentos costumbristas que todos almacenamos en la memoria: el olor del pueblo de mi familia, la tarde cayendo oscura por un camino de montaña rumbo a una aldea, la tranquilidad de días de santos pasados, igual a la de un domingo, en los que me iba a comer fuera con mi abuela ceutí o con mis yayos valencianos. Hoy además he reafirmado mi creencia en la simpatía que derrochamos todos los que paseamos perros. Lo mismo nos da abordar a un desconocido que a tres, y a la inversa, nos encanta que nos aborden desconocidos para entablar una conversación sobre Canis lupus familiaris. Cuando paseas un perro, las barreras mentales de nuestra cultura de la desconfianza caen, y el lado amable y gregario del homo sapiens aflora. Esta mañana he charlado con una mujer con un pitbull de cinco meses, manso y grande como él solo; con un matrimonio de unos sesenta años que llevaba un teckel de pelo corto, marrón chocolate, avispado y rápido; mi perro y yo hemos estado jugando con otro beagle, en este caso hembra, extrañamente dócil y tranquila. Otras personas me han parado para acariciar a Leo (Leónidas –lo sé-), y entre unos y otros he acabado llegando casi a Viveros, punto en el que he vuelto sorteando ciclistas y runners. Así es como debería ser, pensaba, así es como debería vivirse la ciudad cada día, de forma pacífica y respetuosa con nuestros congéneres, practicando deportes libremente sin restricciones, leyendo, con tiempo libre y menos trabajo, que aquello de que el trabajo dignifica al hombre es un camelo que nos hemos creído demasiado tiempo. Lo que realmente dignifica es vivir la vida a gusto, disfrutándola dedicando el tiempo limitado que tenemos a nuestros seres queridos y a nuestras aficiones. Tal vez por eso estas pausas en el ajetreo diario y la velocidad habitual, como el día de hoy, me cautivan de esta manera. Hoy todos aceptamos que existe otro ritmo, hoy la muerte no es terrorífica, hoy la percepción del final pone en su lugar a todo el camino y a los caminantes, y lo hace sin violencia, de forma sutil, elegante y familiar. Con esto termino, me esperan unos radiatori boloñesa en buena compañía.
Apunte final: Me encanta que mi barrio sea multicultural, el propietario del comercio de al lado es hindú; mi vecino, senegalés; la frutería paquistaní; la tienda de la esquina, argentina; la verdulería, colombiana; y el supermercado más cercano, ruso, así puedo encontrar, por ejemplo en este último, chocolatinas con un envase como este:
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