You can eat shit and fuckin’ die

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La alarma, un grito estridente y metálico que lo succionó desde un sueño intranquilo y agitado, para escupirlo a una realidad de luz borrosa y calor concentrado de verano incipiente. Las sábanas se arremolinaban a sus pies como queriendo escapar de su contacto, la habitación olía a humo de tabaco y cannabis, y también a perro, porque no había podido quitarle esa fea costumbre de dormir apoyado en la almohada. El día se presentaba tan exasperante como todos los últimos. Recordaba vagamente una etapa, probablemente la post-adolescencia, en que madrugaba eufórico y ansioso por salir al mundo lo antes posible. Las cosas eran ahora bien distintas. El menú del día consistía en pellizcar algo de dinero aquí y allá, y correr a pagar una factura abusiva que vencía a mediodía. Más tarde tendría ocasión de desesperarse rastreando trabajos improbables frente a la pantalla de su ordenador y con suerte, ser invitado a un par de cervezas por algún amigo con una situación ligeramente más cómoda y buena voluntad. Por la noche podría terminar algunos encargos pendientes que le reportarían unas cantidades ínfimas que le servirían para casi pagar el alquiler del piso. Hacía meses que había dejado de seguir la actualidad, su vida era suficientemente miserable como para llenar varios minutos de llamada a un programa radiofónico nocturno de esos en los que algunos desgraciados emiten sus penas a través de ondas, con toda seguridad, cancerígenas. No, tenía suficiente tensión como para empaparse con la de otros. Esta actitud, que le resultaba impensable un año atrás, cuando se comprometía con el dolor ajeno y participaba de él, era ahora la única medida que le permitía esquivar los viscosos tentáculos de la histeria y mantener a duras penas la compostura. La ducha y el desayuno -leche, cualquier cosa sólida, café y cigarro [por ese orden]- ya ni siquiera eran actos placenteros, sino últimas cenas antes de recorrer la milla verde; breves y efímeros descansos antes del fragor de la batalla. Por supuesto, tenía pequeñas distracciones: se había aficionado a caminar en lugar de utilizar el transporte público o el coche; por una parte, porque disfrutaba contemplando a la gente y sus idas y venidas y sus historias grabadas en sus rostros, por otra, porque este desplazamiento consumía una energía que todavía podía permitirse.

Sin ser del todo consciente de ello, había bajado a la calle y se dirigía a un par de ubicaciones de la ciudad donde tenía pendientes algunos cobros. Esta vez no tendría más remedio que conducir si quería llegar a tiempo. Aquella máquina, símbolo de libertad y compañero de viajes y carretera, era ahora esclavo de la luz amarilla de la eterna reserva del depósito, un pozo sin fondo de billetes, una bestia antediluviana que reclamaba constantemente nuevos sacrificios. Y para colmo, en el cristal, aquella maldita pegatina que cambiaba de color año tras año, un memorándum que imposibilitaba olvidar que el tiempo también causa estragos en los automóviles; el suyo, en concreto, formaba parte ya de la tercera edad en las estadísticas. Las luces rojas y verdes se sucedían y le parecían ojos de reptil, igual que en los faros traseros intuía miradas amenazantes. A punto de sumergirse en un túnel, un conductor que intenta pasar a última hora le pita e insulta por no cederle el paso. Las venas de su cuello comienzan a palpitar como serpientes constrictoras en plena digestión, y toda la ciudad parece contemplarle con condescendencia.

La llegada al centro de usura se produce a escasos minutos del cierre, debe saldar la deuda si no quiere que su casa quede sumida en una oscuridad real y no únicamente metafórica. Tras un par de vueltas buscando aparcamiento, descubre que el tiempo es efectivamente relativo. El reloj del salpicadero engulle los segundos a mayor velocidad que de costumbre. Preso de la desesperación, decide asumir el riesgo de abandonar el vehículo en doble fila junto a la puerta. A continuación, el detector de metales del banco lo identifica como un sujeto potencialmente peligroso. Se desembaraza de todo lo metálico y entra. La cola es interminable. Hace calor. Una abuela le roba su posición con una hábil finta. Cuando llega su turno la cajera le indica que ahí no se realizan ese tipo de operaciones, que debe ir al cajero automático. Acude al cajero, pero la pantalla le indica que está sufriendo problemas transitorios. Vuelve a la caja, pero ya están cerrando, vuelva mañana, pero usted no lo entiende, mañana no me sirve; no es mi problema caballero. La situación llega a un punto muerto y decide marcharse. A la salida, un agente de la autoridad está a punto de multarle. Por favor, me voy ya, es que no encontraba sitio y era urgente. A mí me dan igual tus problemas, quita el coche de aquí ahora mismo. Bueno, mejor, enséñame los papeles. Sí, claro, aquí están. Todo su sistema circulatorio parece en medio de una gran revolución. Venga, quítalo ya y vete. Su corazón es ahora un cuerpo extraño queriendo emanciparse de su cárcel a través del pecho. Un grupo repulsivo de púberes saliendo del colegio pasan por su lado y se ríen de él. El vehículo no arranca. El coche no me arranca agente. ¿Cómo? Encima, venga, te has ganado la multa.

En ese instante, el tiempo se detiene, sus extremidades comienzan a agitarse contagiando al resto del organismo que se convulsiona a nivel celular. De pronto, el coche ya no le resulta cómodo ni espacioso. Y la cara del policía es una mueca de horror. Y los transeúntes demasiado pequeños cuando pone algo parecido a unas piernas sobre el asfalto.

Dos brazos extremadamente musculosos parten por la mitad al guardia con un movimiento de tijera de potencia descomunal. Pero tiene tiempo a verse reflejado en sus gafas de sol antes de que estas caigan junto a parte de su primera víctima. Todos corren como en una antigua película de monstruos japonesa. Se lanza a cuatro patas tras los niños. Les gana metros. Los tiene justo en frente. Los atrapa con sus fauces y los traga como un pelícano. La cajera y el director de la sucursal se han metido en un portal. Puede olerlos. Varios coches chocan a la altura de sus rodillas, pero esta vez nadie hace sonar el claxon. Coge uno de ellos y lo arrastra hasta el escondite de los antes orgullosos y arrogantes empleados, que intentan derribar la puerta mientras llaman a los interfonos pidiendo auxilio. El conductor trata de zafarse del cinturón de seguridad y lanzarse fuera, pero no lo consigue, disfrutando en primera fila de un atropello poco convencional milésimas de segundo antes de salir volando por el cristal delantero para formar parte del macabro mosaico que adornará la entrada de la finca. Todo a su alrededor es un caos maravilloso y sublime. El mundo, un lugar mejor, amable por primera vez y justo por última. Oye sirenas cuando se abre paso hacia una arteria principal que conduce directamente al mar.


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