Sci fi Week Vol.3: Para la eternidad

La tarde languidecía como mueren los peces fuera del agua, boqueando, desfalleciendo a cada segundo. El Sol, ese demonio benefactor que le sustentaba desde hacía evos, se ocultaba tras las cordilleras peladas del oeste. Parecía sonreírle mientras se marchaba rumbo al hogar nocturno de las estrellas. El recuerdo de glorias pasadas era su única posibilidad de abstracción. La memoria, el fiel aliado de los condenados. Después de tanto tiempo, la noche todavía le inquietaba. Y había conocido ya demasiadas noches. Los últimos rayos mortecinos daban la bienvenida a las horas sin luz, las horas de los sonidos melancólicos y los llantos encogidos en las gargantas.

Atravesó mentalmente el abismo del tiempo, se retrotrajo hasta la infancia de la Humanidad, en el albor de la especie. El escenario había sufrido grandes cambios desde entonces, la vida que en él tenía lugar se había esfumado. Conservaba impresa en la retina la luz y la alegría de aquellos años. Sobrevivir era mucho más difícil, cada día era un nuevo reto. Las sombras aguardaban, silenciosas, viperinas, ansiosas por cobrarse su tributo. No obstante, la esperanza y tal vez, la ingenuidad original, les mantenían distraídos. Pensar en todo esto le atormentaba, si aún pudiese, derramaría lágrimas suficientes para alimentar a un río seco.

La deidad primigenia a la que ofendió, hacía milenios que había abandonado el planeta. A su partida, se había llevado cualquier posible amnistía. No sabía lo que hacía, no tuvo manera de evitarlo. El destino era una entidad cruel e insoportable, jamás se marchaba, estaba presente en todas las edades de la existencia. En cualquier lugar, en cualquier tiempo, pretérito, presente, futuro, paralelo, tangente, daba igual. Él dormitaba con todos sus ojos abiertos, proyectados en una cantidad infinita de direcciones. Ahora mismo sentía su presencia en cada fibra de su ser.

No veía, pero podía percibir todo lo que le rodeaba. Un último castigo de la ya olvidada y ausente divinidad que le sentenció. Se encontraba en un bosque eterno, onírico, despiadado. El sufrimiento era constante y perverso. Las mutilaciones ocasionales, las extremidades quebradas, las heridas provocadas por las uñas de los animales, la fuerza estremecedora del viento que le golpeaba sin compasión. La humedad ponzoñosa del suelo, el crujir incesante de miles de patas de insectos, el martirio al que le sometían para poder cobijarse en él innumerables e infectas formas de vida. Pero lo peor de todo, sin lugar a dudas, era la abrumadora lentitud del paso de las eras, la agonía perpetua ante la que había claudicado en un momento imposible de rememorar. Ahora llegaba el hambre nocturno, tras la que vendría el cálido y desconsolador abrazo del amanecer.

Volvieron los recuerdos, letales, a invadir su tronco curtido y lacerado, sus hojas marchitas, sus raíces, hundidas en lo más profundo del vientre oscuro y abominable de la tierra. Volvían y volvían, siempre, para toda la eternidad.


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